Siempre me ha hecho gracia ese gusto o preferencia por la distinción en las formas que parece tienen las mujeres. Consideran -o eso dicen y manifiestan, que vaya usted a saber si es verdad - que el que una vaya con el mismo vestido que otra a un festejo de alguna manera lo devalúa, que es de mala suerte. Se trata de una manifestación poco peligrosa de la vanidad personal comparada con la agresividad consustancial de la expresión de la vanidad típica masculina que, no obstante, si fuera cierta, si fuera cierta en un sentido esencial, casi biológico, no dejaría de tener resonancias políticas de calado.
Josep Pla dijo una vez que "las señoras de Occidente no podían resistir que en las poblaciones comunistas no existan escaparates". Leí también en "La invención del futuro" de Denis Gabor acerca de la ingeniosa política que Siemens llevó a cabo para hacer que los hombres de una zona del Cáucaso alejada de los intercambios mercantiles y por lo tanto, donde poco se usaba del dinero, aceptasen meterse en una mina a cambio de un salario fue poniendo unas tiendas de ropa moda en los pueblos de la zona: sus mujeres necesitaban de dinero
El comunismo, o por no ir tan lejos, el decrecimiento que hoy empieza a plantearse como política a seguir ante el desastre ecológico requieren cierta uniformidad que chocaría radicalmente con esa aparente preferencia femenina por la variedad, por la distinción formal. Mal la irían las cosas, pues, a unas políticas que chocasen con los gustos de más de la mitad de la población
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