martes, 18 de febrero de 2020

Contra la literatura

Leer literatura siempre ha tenido muy buena prensa. Al menos yo no conozco a nadie que se atreva o se haya atrevido a cuestionar los benéficos efectos educativos y morales de la lectura de novelas y la asistencia a obras dramáticas. Y, encima, puede ser divertido y como mínimo ayuda a "pasar el rato". O sea, leer literatura o ir al teatro son, para casi todo el mundo, todo ventajas. No es extraño que se obligue a hacerlo a los niños y jóvenes, como tampoco lo es que políticos, moralistas y -obviamente- autores de obras literarias o teatrales asistan con horror a la paulatina caída en los indicadores de lectura que se consolida año tras año.

La verdad es que es difícil por no decir imposible negar esos beneficiosos efectos tras la lectura de algunas de las grandes obras de los grandes autores. Sin duda alguna, y lo digo por experiencia, la lectura del Quijote cambia más o menos sutilmente y para mejor a quienes lo leen. Y les ayuda a vivir de una manera más profunda, más auténticamente humana. Y lo mismo puede decirse de otras muchas grandes obras de grandes autores, por ejemplo, asistir a una representación del Romeo y Julieta de Shakespeare o de la Celestina de Fernando de Rojas sin duda ayuda a cualquiera a entender su propia emoción amorosa.

Pero, reconozcámoslo, ¿puede decirse lo mismo de la inmensa mayoría de las obras literarias que lee la gente o ve en los escenarios? No. Seguro que no. Nada puede sacarse de la lectura de esa inmensa biblioteca novelera y teatral que inunda el mundo desde hace algunos siglos que no sea la satisfacción de esa baja pulsión, de ese bajo instinto  que es el cotilleo.

Y es que la gente, la inmensa mayoría de la gente que lee novelas y va al teatro, lo hace para "ver" y "saber" cómo viven otros. Cómo viven sus vidas y mueren sus muertes. Cómo se aman y cómo se odian y cómo se engañan y mienten. O se que leen y van al teatro para cotillear. Porque da igual que ese cotilleo lo sea sobre personas reales o de ficción.

Y, claro está, como les pasa a todos aquellos que se dejan llevar por ese tan bajo instinto, a los lectores les pasa lo mismo que a los cotillas de siempre: que no viven su propia vida, pues pierden su tiempo satisfaciendo su compulsivo y perverso interés por cómo viven otros. 

Así que, para mí, lo siento por tantos y tantos novelistas. No. Su trabajo no es un trabajo "bueno", un trabajo ético o moral. Simplemente, y como los traficantes de drogas duras, lo que hacen es suministrarle a sus lectores una suerte de droga que les roba la capacidad y la posibilidad de vivir una vida propia y autónoma, o como mínimo les ayuda a soportar y conformarse a unas vidas miserables sin incentivarles a cambiarlas.  

miércoles, 12 de febrero de 2020

FRANCIA

Español, como lo soy. Hijo, pues,  como todos, del nacionalismo francés decimonónico, no puedo sino recordar con rencor e inquina  cuando se habla de Francia y los franceses el expolio y destrucción que las tropas napoleónicas  hicieron con el patrimonio artístico "español" cuando invadieron la Península allá por 1808. Algo semejante al expolio que de lo que quedaba del mismo hicieron los curas y obispos de la muy española Iglesia Católica, esos ladrones de cuello blaco, en el siglo posterior.

Y, sin embargo. ¡Ay! Y sin embargo. No puedo sino rendirme ante algunas "cosas" inequívocamente francesas, que, bien mirado, "valen" de algún modo por todo ese patrimonio robado. Cosas como la defensa del derecho a la blasfemia,  como derecho individual de los ciudadanos franceses,  que la semana pasada ha hecho un presidente tan melifluo, tan mercachifle y tan anglosajón, sí tan anglosajón, como Monsieur Macron, el actual presidente de la República Francesa.

Porque, ¿qué mayor declaración y enaltecimiento de la dignidad humana puede haber que defender el derecho a blasfemar, o sea, el derecho a insultar "a cuerpo gentil" al Omnipotente Dictador del Universo?  ¡Oh! Francia. ¡Cuánto envidio a veces no ser ciudadano francés!

martes, 4 de febrero de 2020

GRACIAS A DIOS

No hay cosa que me aleje más de cualquiera que haya sufrido algún arbitrario desastre, alguna inmerecida desgracia, que oírle entonar un "gracias de dios" como mantra previo a la consideración de que las cosas le podrían haber ido todavía peor. Eso es lo que suelen hacer sistemáticamente muchos de los "creyentes" de cualquier religión. Tanto me irrita este comportamiento que me lleva a no compadecerles por su sufrimiento e incluso, en algunos casos, a dejarme llevar por el inhumano sentimiento de "justificar" sus males.  "Pero" -me digo- "¿cómo es que este desgraciado cretino se permite  a darle gracias a un dios, su dios, por no haberle puteado aún más, dado que como buen creyente él mismo reconoce que ese su dios es  el autor y causa de todo lo que le sucede". 

Los creyentes que así se comportan  son para mí el colmo de la bajeza moral como seres humanos. Su cobardía, su servilismo, raya en la más baja abyección. Y es que para mí, el Job bíblico es el extremo de la vileza moral. Nunca he entendido cómo las religiones pueden haber convertido su aceptación perruna de las desgracias que le manda un dios enloquecido, sádico, en ejemplos a seguir de buen comportamiento humano, a menos -claro está- que se entienda que con ello las religiones lo que tratan es de ensuciar las almas de los humanos para que estos se acostumbren no sólo a aceptar servilmente el ser esclavos de los imaginarios poderes del otro mundo sino también serlo de los poderes concretos y reales de este mundo.

Por el contrario, como ateo, admiro  la altura humana de los creyentes que, tras padecer una desgracia, maldicen a quien creen su "creador", a su dios por causársela. ¡No hay  mayor humanidad que la del pequeño y débil creyente que se atreve a rebelarse valientemente contra su arrogante y salvaje dios!   

Sobre las consecuencias de definir la libertad

 Las palabras No son neutrales. O mejor, el sentido o significado de las palabras tiene su aquél , su importancia. Y no porque haya conflict...