Español, como lo soy. Hijo, pues, como todos, del nacionalismo francés decimonónico, no puedo sino recordar con rencor e inquina cuando se habla de Francia y los franceses el expolio y destrucción que las tropas napoleónicas hicieron con el patrimonio artístico "español" cuando invadieron la Península allá por 1808. Algo semejante al expolio que de lo que quedaba del mismo hicieron los curas y obispos de la muy española Iglesia Católica, esos ladrones de cuello blaco, en el siglo posterior.
Y, sin embargo. ¡Ay! Y sin embargo. No puedo sino rendirme ante algunas "cosas" inequívocamente francesas, que, bien mirado, "valen" de algún modo por todo ese patrimonio robado. Cosas como la defensa del derecho a la blasfemia, como derecho individual de los ciudadanos franceses, que la semana pasada ha hecho un presidente tan melifluo, tan mercachifle y tan anglosajón, sí tan anglosajón, como Monsieur Macron, el actual presidente de la República Francesa.
Porque, ¿qué mayor declaración y enaltecimiento de la dignidad humana puede haber que defender el derecho a blasfemar, o sea, el derecho a insultar "a cuerpo gentil" al Omnipotente Dictador del Universo? ¡Oh! Francia. ¡Cuánto envidio a veces no ser ciudadano francés!
miércoles, 12 de febrero de 2020
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