"(Un alma buena) Mi padre me contó cómo yendo una vez en un metro atestado hasta el extremo humanamente posible de apreturas, sus ojos se encontraron con los de un cura pequeñito que venía al lado de él, aún más agobiado y sudoroso que todos los demás a causa de la inferioridad de la estatura,y que mirándole con una sonrisa llena de dulzura y de soportación le dijo: "Así cupiéremos en el paraíso". Aquel corazón piadoso estaba dispuesto a aceptar que la Eterna Bienaventuranza fuese un lugar tan oprimente e incómodo como aquél vagón de metro con tal de que todos los hombres se salvaran"
Pero, por otro lado, ¡ay, por otro lado!, nunca he dejado de sentir que si todos cupiéremos así, de ese modo, como apretujados pasajeros de vagón de metro en el paraíso, éste dejaría de serlo para mí. Pues yo preferiría ser en tal caso de los pocos que, holgadamente, malviviéramos -es un decir- en el Infierno.Y es que no puedo imaginar infierno peor que ir eternamente de pasajero apretujado de vagón de metro. ¿Qué salvación sería esa, qué Eterna Bienaventuranza hay en estar como piojos en costura?
Y me confirma esta predilección lo que, ya en estos tiempos y en este mundo, ha conseguido la industria destructora y contaminante par excellence , o sea, la industria turística. A la manera de la Iglesia Católica, pero seguro que con mayor éxito profesional, ella ha conseguido llevar a los paraísos terrestres a ingentes cantidades de hombres y mujeres. Ha conseguido de este modo llenar de gente, como si de vagones de metro se tratara, esos lugares que la Naturaleza y la Historia habían podido legarnos como auténticos anticipos estéticos de paraíso (Venecia, las islas griegas, el Museo del Prado o del Louvre, etc., etc.).
Pero al hacerlo los han degradado irremediablemente a tal extremo que en ellos ya no hay ninguna paz ni belleza ni hermosura ni gracia sino agobio, mercado y basura.
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