lunes, 12 de agosto de 2019

El desprecio a los comerciantes


Leyendo El mundo de Odiseo de M.I.Finley uno se tropieza, una vez más, con el bajo aprecio que las sociedades precapitalistas han tenido por la figura del comerciante. Esto no puede sino chocar de modo especial con todos aquelloos que han aprendido de Adam Smith acerca de las virtudes no sólo económicas, sino también cívicas, de intercambio, lo cual debería obviamente conducir al respeto por quienes se encargan de gestionar y difundir los intercambios. 

Y, sin embargo, y como es de sobra conocido, tal no ha sido el caso. A veces se ha señalado que la explicación quizás pudiera estar en la ética cristiana o, más explícitamente, la ética católica si queremos aceptar con Max Weber el papel del protestantismo en la valoración social de los comerciantes, pero tal supuesto casa difícilmente con lo que nos cuenta Finley. Los griegos de aquella época, lo siglos XI y X antes de Cristo, despreciaban a quienes se dedicaban al comercio, como por ejemplo los fenicios, “ilustres en la navegación, pero falaces”. Finlay subraya que “la piedra de toque de lo que era aceptable y de lo que no era, no estaba en el acto del trato comercial, sino en la situación social del comerciante y en su modo de hacer la transacción”(81). El desprecio al comerciante y a sus modos de proceder considerados como engañosos, no directos como la rapiña descarada que fue bien vista hasta tiempos recientes, suscita la cuestión de si hay algo debajo, subhistórico, por así decirlo, o intrahistórico, como decía don Miguel de Unamuno. 

Viene aquí bien al caso las tesis de Mary Douglas (Purity and Danger) donde establece que en toda sociedad es lo que ocupa las posiciones intermedias lo que es considerado monstruoso y por ende despreciable. Lo ha sido siempre, por ejemplo, la serpiente que, sin patas como los peces, repta por la tierra. Lo han sido también los hermafroditas, siempre discriminados como seres diabólicos. Ahora bien ¿pudiera acaso ser el desprecio por los mercaderes otro ejemplo de esa repulsión hacia lo ambiguo? A fin de cuentas, el mercader ni era un trabajador asociado o ligado a la tierra ni era un caballero o noble que usaba de la violencia.

sábado, 10 de agosto de 2019

Años vividos y años efectivamente vividos


Llama poderosamente la atención cuando uno se asoma a las viejas novelas, por no hablar de El Libro de Libros, la Biblia, el que a lo que parece, antes, a partir de cierta edad,si uno había estado ligeramente atento ya se podía dar por satisfecho, pocas “novedades” le esperaban, sólo repeticiones sobre unas historias ya contadas y ya vividas. Vivir, ya cumplidos cierto número de años de vida, no era sino revivir o presenciar variaciones sobre unos viejos argumentos. Consecuentemente, el mal trago que siempre ha sido la muerte, sin dejar de por ello de serlo, era más tragadero. 

Un hombre ya moderno como Luis Buñuel pero de raíces todavía viejas llegó a decir en sus inapreciables memorias, que lo que más le desagradaba de la muerte era que, de vez en cuando, no se pudiese levantar a leer los periódicos para seguir estando al corriente de lo que pasaba. Dicho a la inversa, en un tiempo sin periódicos quizás la muerte no estuviera tan mal, después de todo. 

La cuestión la plantea muy bien el escritor chino Lin Yun Tang en La importancia de vivir. Antes con unos 50-55 años ya se había visto todo, con lo que ya era tiempo de tomarse las cosas con tranquilidad y sosiego, sin ajetreo pues ¿para qué? si ya se sabía por dónde podían salir las cosas o los problemas. Dicho con otras palabras, 50 años de vida no enteramente desatenta daban antes para hacerse un idea adecuada de las cosas de la vida. 

Hoy, sin embargo, con la aceleración histórica del tiempo, con la rapidez que ha invadido nuestros días, con los incesantes descubrimientos y la abolición de las distancias, con los cambios que todo ello conlleva en el medio ambiente natural y social que envuelve nuestras vidas, no parece que 50 años de vida den para mucho. Al final de nuestra vida no parece que hayamos alcanzado un nivel de control sobre ella siquiera equivalente al que un adulto joven tenía de la suya 200 años atrás. 

Entiéndaseme, es posible que no haya nuevos argumentos en esta tragicomedia que es la vida de cada cual. No importa, lo que ocurre es que sean nuevos o los mismos, su representación, su expresión o exposición son cada vez tan diferentes que se necesita ser un profundo filósofo para descubrir bajo tamaña diversidad la similitud. Para el común de los mortales, los cambios externos son tan fuertes que todo le es cada día nuevo, y la consecuencia es que su vida en términos efectivos es más corta. Vive más biológicamente pero entiende menos lo que le pasa. Controla menos su vida, luego muere como si fuera un niño. Prodigio de mundo este en que, gracias a la técnica y la ciencia cada vez morimos más jóvenes.

miércoles, 7 de agosto de 2019

El chimpancé y el ordenador


Que se estima que más del 80% del tráfico en Internet tiene un contenido sexual si no directamente pornográfico debiera llamar a capítulo reflexivo a tutti quanti hablan y no paran de la nueva y ultimísima “revolución social y económica” que están suponiendo las nuevas tecnologías de la comunicación y la información, puesto que a fin de cuentas el sexo es una actividad de lo más antiguo y común, por lo que que haya nuevas formas de comunicarla e informarla no parece que sea algo tan revolucionario o importante a tenor de la facilidad con que la especie humana se las ha arreglado hasta ahora con este asunto. Pero hay más, el que las gentes utilicen de forma tan alegre tan portentoso medio como medio de a sacarse o quitarse los trapos más o menos anónimamente me suscita una reflexión adicional y quizás más profunda. 

Hace años, en la ciudad de provincias en la que me crié había un pequeño y bastante maltrecho zoológico. Una de sus atracciones más importantes para la mirada ya sucia de los adolescentes de mi epoca consistía en contemplar la desenfrenada actividad masturbatoria a la que se entregaba sin pausa un chimpancé que en solitario poblaba una estrecha jaula. No sé si la biología apoyaría la conclusión a la que llegué por aquel entonces, por lo que no veo hoy razones para cambiarla, y es que parecía claro que la causa de esa continua actividad autoerótica habría que ponerla en la carencia de estímulos externos que la soledad y la exigua y destartalada cárcel en las que malvivía el mono le suponía.

El recuerdo de ese chimpancé encerrado tras sus barrotes me hace pensar en los internautas “encerrados” tras sus pantallas dedicándose compulsivamente, a lo que parece, a similares actividades. La única diferencia es que en tanto que el mono bien que veía sus barrotes, no sucede lo mismo con los navegantes, a quienes por el contrario bien que se les vende la idea de que la Red es la libertad.

La globalización y la Rueda de la Fortuna

Una de las muchas cosas que la "globalización" nos ha quitado para siempre  es el consuelo que la Rueda de la Fortuna siempre ha significado para los desventurados de este mundo. El viejo y reparador consejo de "sentarse  a la puerta de la casa a esperar que pase por delante de tí el cadáver de tu enemigo", el causante de tus sufrimientos que tan balsámico lo ha sido hasta hace poco tiempo, ya no tiene ninguna efectividad terapéutica o consoladora en estos tiempos.

En efecto, en tiempos pretéritos, en tiempos en que los hombres vivían en comunidades estables, uno podía esperar con cierta confianza a que ése que era el origen de los problemas que padecía injustamente y a quien veía cotidianamente, no sólo que  fuese golpeado a su vez por el infortunio, por la variable diosa Fortuna,  sino que -y eso era lo importante- podía esperar  con razonable confianza unado ese castigo ocurriese, él estaría allí para verlo, para ver cómo recibía su justo castigo. Sólo había que esperar lo más cómodamente que se pudiese.

Ahora, esa esperanza se desvanece casi completamente. En estos tiempos de cambio continuo, de inestabilidad en las vidas, es lo más probable que quien te hace en un momento daño desparezca de tu vista para siempre, por lo que ni sabrás si ha recibido su merecido castigo, ni caso de que lo reciba, estarás allí para que él o los suyos te vean. Ni siquiera sabrás dónde estça su tumba para ira a escupir en ella.

Y no era pequeño consuelo éste en las desventuradas vidas de los desventurados. E, incluso, podía esperarse que esa posibilidad tuviese un efecto desincentivador sobre las ganas de hacer maldades por parte de los malvados. Ahora pueden hacerlas y escapar fácilmente de la recriminación silenciosa de quien, antes, esperaba sentado a que la Ley del Karma actuase.

jueves, 1 de agosto de 2019

Corbatas y cinturones


Parece que es habitual que los manuales de urgencias médicas establezcan que los primero que hay que hacer cuando se ha de tratar a un enfermo aquejado de algún tipo de síncope es, si es varón, desanudarle el nudo de la corbata, desabrocharle el botón superior de la camisa y aflojarle el cinturón y desabrocharle el botón de los pantalones para que pueda respirar. Para una mujer lo indicado es enteramente similar y con el mismo propósito sólo que el aflojamiento de la corbata se sustituye por desabrochar el sujetador. 

Lo sorprendente es que esto no sorprenda. Lo sorprendente es que pase como normal algo que debiera ser tan anormal como que una cultura haya establecido como modo de vestimenta habitual una serie de aparejos y adminículos que inhiben en buena medida una de las funciones más básicas – o quizás la más por su urgencia- para la vida: el respirara libremente. Y parece que es la moderna civilización occidental la que ha hecho convertido una tal anormalidad en un patrón normal de conducta. Patrón que está exportando rápidamente a otras culturas, hasta hace poco libres de semejantes restricciones elementales, y hoy deseosas de introducirlas como corresponde al habitual comportamiento imitador que suelen tener los que se sienten menos desarrollados.


Resulta cuando menos curioso saber por la historia del vestido que no fue así siempre, que incluso en el mundo occidental era habitual en la Edad Media y en la Moderna el uso de amplias túnicas, trajes y vestidos sueltos y tirantes que dejaban al cuerpo libre para que ejerciese sus naturales funciones respiratorias (y facilitasen otras igual de naturales, también somos la única cultura en que los hombres mean de pie –y ello es un indicador de virilidad- en tanto cagan no en cuclillas como en casi todas partes era lo habitual sentados sino bien sentados –como también lo hacen las mujeres- con los efectos generadores de hemorroides que los médicos también conocen). Sin necesidad de acudir a argumentos sacados de algunas de esas medicinas alternativas de corte no occidental para las que una buena respiración es una de las técnicas más fundamentales para una vida saludable (técnicas de respiración que cualquiera podría pensar fuera instintiva pero que ahora en este mundo occidental habría sido olvidada), no puede por menos sino plantearse la pregunta del porqué esas vestimentas tan antinaturales. 


Y aquí el ejemplo de las ligaduras de los pies de las chinas de clase alta puede dar quizás alguna pista del proceso implicado. Como es conocido, los pies mínimos y deformados que impedían a las mujeres chinas de cierto rango casi andar han sido una elemento cultural chino desde hace siglos que refleja no sólo la existencia de superioridad masculina sino también un elemento de consumo conspicuo como señalaría Veblen. 


El tener una mujer inhábil para andar es una señal de la capacidad económica de su marido “propietario” que puede permitirse el lujo de mantener a un ser inútil. Pues bien, parece cierto que las vestimentas y aparejos inhábiles para la respiración empiezan a ser usados fundamentalmente por las miembros de las clases más pudientes de la sociedad capitalista a partir del siglo XVIII y fundamentalmente el XIX. A fin de cuentas, el llevar adminículos que impiden respirar con facilidad es una señal que emite quien lo lleva de que no han de ejercer ningún esfuerzo físico para ganarse la vida, que ya ocupa u ostenta una buena posición social. Las vestimentas llamadas hoy “casuales” (a partir de la palabra inglesa casual) son propias de jóvenes y trabajadores manuales, e incluso también se las ponen los miembros de las clases pudientes cuando están “fuera de servicio”, es decir, cuando no han de transmitir la señal de dignidad y poder, dignidad y poder que, dista de ser algo simbólico, les ahoga

martes, 16 de julio de 2019

LA PARADOJA DE LAS VIDRIERAS


David Jacobs señala en su Master Builders of the middle ages (New York: American Heritage, 1969) que el refinamiento técnico del arte de las vidrieras a lo largo del siglo XIII alcanzó un “nivel de perfección técnica que finalmente causó un declive en su fuerza artística” (113). 

Las primitivas técnicas que tenían su origen y prácticamente no habían cambiado desde el antiguo Egipto producían “el cristal más maravilloso –un cristal que aparentemente estaba determinado a ser un obstáculo a los rayos del sol. Sus rayaduras, fracturas, burbujas, rizos y roturas no podían parar a la todopoderosa luz, pero podían endentecerla, cambiarla y dejarla pasar a la catedral más hermosa de lo que había estado durante su largo viaje a la Tierra”(114).

Con los adelantos técnicos, “los artesanos aprendieron a usar el calor y la presión para tintar el cristal de modo homogéneo. Plancharon las burbujas y evitaron que los rebordes se curvaran, eliminaron las fracturas y consiguieron un cristal suave y transparente…Pero el cristal perfeccionado ya no se oponía al sol, y el sol, a su vez, lo ignoraba y pasaba a su través como si no hubiera nada en absoluto” (114). O sea, que los adelantos técnicos, la perfección técnica acabó con el arte. ¿Es esto una simple paradoja aplicada a algunos ejemplos concretos o se puede generalizar a la mayor parte de las experiencias y creaciones humanas? ¿Puede ocurrir que la capacidad de expresión y de seducción, la fuerza emotiva y estética aniden en la no perfección técnica, que la perfección técnica sea como tal antihumana?

miércoles, 8 de mayo de 2019

FE Y SUCEDÁNEOS


Su fe religiosa, nunca demasiado sólida, recibió su definitivo golpe de gracia –y nunca mejor dicho- cuando la iglesia en la que rezaba sustituyó las velas de cera que encendía a la vez que hacía una modesta limosna fueron sustituidas por una suerte de velas eléctricas. El cambio era eficiente en términos económicos, pues al hacer la iluminación más limpia y barata suponía una mejora tanto técnica como económica, pero para él rezar ante esas velas no era lo mismo, por mucho que la resistencia eléctrica se hubiese diseñado para remedar las fluctuaciones de la luz de una vela de verdad, no era lo mismo. Como ha señalado Jiménez Lozano si se quiere que los ojos de un icono le devuelvan a uno la mirada, le reconforten y le escuchen, cualquier iluminación no vale.

De las edades para el amor y el odio

 Es muy frecuente que las buenas gentes, ésas repletas de buenas intenciones, convengan en señalar que el tiempo nada puede contra las emoci...